El pasto ha crecido
Recuerdo cómo, tras la muerte de la abuela Albita, mi madre Patricia dejó de maquillarse. Realmente resintió en su ser la pérdida de aquel maravilloso personaje que, con su afilada lengua, generó anécdotas que hoy en día aún recordamos. Era tan solo un pequeño cuando, una noche, la abuela Albita empeoró.
Quedé anonadado al escuchar a la enfermera de turno correr por la casa para auxiliarla y a mi madre, como siempre, rauda y veloz resolviendo las cosas. En los últimos meses, las visitas al hospital de Albita no habían sido pocas, aunque parece ser que en su vida tampoco lo fueron. Esto se debía a los muchos años que marcaba el calendario y a su infaltable rutina de café y cigarrillos, que habían hecho lo propio. Una vez más vi irse a mi abuela al hospital; sin embargo, algo esta vez era distinto. En la cara de mi madre no estaba su acostumbrada preocupación, aquella que me mantuvo a salvo de los peligros de la adolescencia en esas difíciles épocas. Sabía en el fondo que, en esta oportunidad, lo que aquejaba a la abuela Albita era algo de qué preocuparse.
Ya marcaban más de veinte días en los que Albita no volvía a casa, había someros reportes sobre su salud, una actitud que hoy en día comprendo: todo era para proteger al niño. Me fue imposible no recordar las anécdotas que corrían alrededor de esas paredes que los viejos habían construido y que siempre nos habían cobijado. Aquel hogar, que encontró su estación en una casa de lo que en su momento era un barrio acomodado, que ahora lo recuerdo como un sueño.
Era perfecta, tanto que tenía, para el deleite de los transeúntes y la desgracia de mi madre Patricia, un ocobo plantado por el tío Toño, pintado por el tío Hernando y hecho poema por el tío Jairo. Sus rejas bajitas fueron inexpugnables, su portón hacía sentir como en Buckingham, y su puerta recia de metal daba paso a lo que bien podría ser un museo. Había de todo en ese hogar: una sala victoriana, un hall en una terraza con sillas cómodas… pero, de toda la casa, el elemento más importante siempre fue la mesa del comedor. Aquella mesa que, en época de bonanza, mandaron a traer de Europa y que había sido concebida para dieciséis puestos, fue poco a poco recortada, al igual que las familias, para adecuarse a cada pérdida. En esa mesa, los viejos libraron varios pleitos con la existencia, soñaron en voz alta y enfrentaron las dificultades.
Un día, cuya fecha he preferido borrar de mi mente, llegué de la escuela. Mi madre, con su amor acostumbrado, pero con los ojos perdidos en lágrimas e impecablemente vestida de negro, me esperaba en la puerta. ¿Para qué usar palabras si con verla lo entendí todo? Y, acudiendo a esa necesidad del alma de confirmar lo obvio, salio de mis labios la siguiente pregunta:
—¿Ya?
Ella me abrazó con fuerza y, con un susurro dolido, respondió:
—Sí.
Se había ido aquella mujer que devoraba libros y cigarrillos como si procurara romper algún récord olímpico. Había partido Albita, la anfitriona y alcahueta de tantas reuniones que fueron evocadas en su velorio. No guardo muchos recuerdos de aquel día, solo la escena de cumplir con su voluntad. Margarita, una de mis numerosas tías putativas, reflejo de la extensa familia que había formado mi madre Patricia a lo largo de los años, sin pedido alguno y valiéndose de su hermosa voz, llamó a los ancestros y comenzó a cantar Pueblito viejo, tal como había sido el deseo de Albita.
Volviendo a aquella mesa, nuevamente se libraban batallas, pero esta vez sin la respetable figura de Enrique H., aquel hombre que, sin mucho estudio más allá de la universidad de la vida, se ganó el respeto de los próceres de su época; y sin Albita, el sostén incansable de aquel hombre. Era claro que, al abandonar este mundo, dejamos numerosas cosas que deben tomar su rumbo, y eso pasó con el templo de esta familia: la casa que habían habitado Enrique H. y Albita hasta su partida.
Con la acostumbrada curiosidad por el mundo que me persigue hasta hoy, escuché la conversación de los adultos, asomándome chismosamente por las escaleras. Hasta el día de hoy no logro recordar las palabras dichas, pero sí las consecuencias de aquella noche.
Aquel nudo de cuatro que parecía indestructible había sido permeado. Cada quien defendió sus intereses y se dijeron cosas que, francamente, hoy en día no importan. Lo único claro era que aquel palacio dejaría de pertenecer a mi familia y que mi madre y yo debíamos emigrar a donde el destino nos llevara. Nos pusimos en la tarea de hacer cálculos y ver hacia dónde creceríamos nuevamente.
Por esas épocas, un sueño académico estaba gestándose: perseguir en debida forma el anhelo de ser abogado, algo que había estado siendo esquivo por diversos motivos. Sin dejar de lado la situación de mi madre y con la casa siempre en venta, llegó una propuesta de compra seria, por lo cual era necesario definir nuestra nueva morada. Recorrimos numerosos lugares de la ciudad, descartamos propuestas extrañas e incluso barajamos la idea de irnos del terruño. Finalmente, apareció una nueva morada decente y razonable que habíamos visto tras varios años de recorrer clasificados y tratar con comisionistas azarosos. Como caracteriza a mi madre, habló del negocio como una experta, a lo que nos respondieron con sinceridad sobre algunos peros que tenía nuestra nueva morada. Nada infranqueable, pero sí de cuidado.
Así siguieron las cosas: pensando en empacar la vida en cajas, abandonar la que por más de cincuenta años había sido la catedral de la familia e iniciar una nueva vida, mi madre y yo. Pero como la vida tiene caminos misteriosos y la ley de Murphy existe, todas las situaciones confluyeron. Para el día anterior a mi cumpleaños número veinte, nos iríamos en un mes de la casa de los abuelos, por fin me habían aceptado en la carrera de Derecho y nuestra nueva morada nos esperaba. Para aquel cumpleaños, lo único que seguía en pie era la fecha para abandonar la casa...
Nuevamente, mi madre recorría los caminos de la desesperanza, y yo, como siempre, tras ella. Decepcionados y acudiendo a la cita semanal de viernes de fríjoles en casa del tío Jairo, nos topamos con un viejo amigo de mi madre, hijo de un entrañable amigo del abuelo Enrique H. Tras la charla de rigor sobre hijos y familias, casi como un asunto proverbial, Camilo Torres arrojó una frase casi angelical:
—Mija, estoy vendiendo el apartamento de mi mamá.
A lo que, con el encanto que la caracteriza, Patricia respondió:
—Qué coincidencia, yo estoy comprando uno.
Tras algunas charlas para convencer a Coco, una de las hermanas de Camilo, el trato fue cerrado. Un apretón de manos, un par de firmas y, en una semana, literalmente desmantelamos los recuerdos que habitaban en aquella catedral y nos fuimos con ellos intactos a hacer una nueva vida.
Tras esto, la vida me permitio ponerme en linea con la carrera de derecho, situacion que goce y gozo hasta el dia de hoy, aquella profesion me llevo bastante lejos, al otro lado del mundo, claramente sin descuidar a mi madre Patrica, aquella mujer a la que le debo lo bueno que soy y no haber sido lo malo que pude, las cosas en la familia se fueron mejorando y hoy dia jocosamente veo a todos los tios atravez de una camara instalada en aquel apartamento que nos regalo el destino un viernes sin pensarlo, compartir de nuevo en la mesa en la que libraron aquella dura batalla.
Por diversas cosas de la vida vuelvo a la cuidad donde esta mi familia y por los azares del destino me veo obligado a pasar por aquella morada, la misma donde vi partir a la abuela Albita y al abuelo Enrique H, la misma que me recibio al nacer, en la que luchamos como famila por la vida de Sandra, esa que albergo mis años de adolecencia y fue refugio para todos los conocidos.
Me fue imposible no detenerme frente a ella, esta radiante mas que nunca, intacta y pristina, no puedo resistirme a tocar nuevamente el timbre el cual apenas alcanzaba, alguien de adentro responde con un clasico "ya va", abren la puerta y estoy a punto de no encontrar las palabras para explicarle a los nuevos moradores que hace mas de 20 años esa era mi casa y que podria parecer una locura proponerles dejarme entrar un segundo, aceptaron sin dudar, pienso que porque tambien son unos melancolicos como yo.
Vuelvo a recorrer los pocos metros del garaje, paso sobre la reja que evita que su perro tambien se escape y como en un sueño vuelvo a ver aquel hogar que parece parado en el tiempo como lo dejamos, alago a la dueña de casa y la felicito por conservarlo precioso, enjugo una lagrima y me despido, vuelvo al carro y me siento a reflexionar sobre ello, ahora solo puedo concluir que los años han pasado, aquella casa es igual a mi hogar pero no es el mismo, la escencia ha cambiado y naturalmente el pasto ha crecido.
By: Draven
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